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Los Muertos sin Nombre y los Límites de la Democracia Peruana

Publicado: 2012-06-10

Es lamentable tener un gobierno con reflejos autoritarios.  La represión de la semana pasada–que dejó dos muertos, varios detenidos, un alcalde encarcelado, y un presidente regional camino a la cárcel– es un golpe duro para la democracia.  Pero es peor aún cuando un sector de la sociedad acepta–y hasta aplaude– la represión. Ante la tragedia de Espinar, la congresista Lourdes Alcorta declaró que “va a tener que haber muertos” como si fuera algo inevitable y hasta necesario.  Y Correo y Peru21 informaron que los manifestantes consiguieron “sus” muertos.

Este tipo de reacción no se ve en muchas democracias.  Piensen en Argentina, un país que–con todos sus problemas–mantiene una plena democracia desde hace 30 años.  Argentina ha pasado por varias olas de protesta: los 13 paros generales contra Alfonsín; los saqueos de 1989; las “puebladas” de los años 90 y la explosión social de 2001-2002, marcada por una ola de saqueos y la difusión de piquetes (carreteras cortadas) por todo el país. Entre diciembre de 2001 y marzo de 2002, Argentina era un caos de piquetes, saqueos, y movilizaciones exigiendo la caída del gobierno.  Había incendios, saqueos de supermercados y otros actos de violencia.  Participaron miles de activistas de ultraizquierda, que buscaban incitar a la insurrección.

Pero aun en los peores momentos, la violencia estatal era inaceptable en Argentina. Los gobiernos no podían matar a los manifestantes–y si lo hacían, caían.  En diciembre de 2001, Fernando De la Rúa declaró estado de sitio, y la represión policial en la Plaza de Mayo dejó cinco muertos.  De la Rúa tuvo que renunciar el día siguiente. Y cuando mataron a dos piqueteros en junio de 2002, el presidente interino, Eduardo Duhalde, tuvo que acortar su mandato.

¿Por qué los gobiernos argentinos no pueden matar como los gobiernos peruanos?   Primero, porque los derechos humanos están mucho más arraigados en Argentina.  La dictadura militar de 1976-1983 cambió profundamente la sociedad, generando un amplio consenso alrededor de los derechos civiles y humanos.   Los derechos humanos y sus defensores dejaron de ser una “cojudez.”

Segundo, existe en Argentina un mínimo de igualdad social. Está bastante establecida la idea de que todos–porteños y provincianos, empresarios y obreros, ricos y sus empleadas domesticas–pertenecen a la misma sociedad.  Todos son ciudadanos, con el mismo derecho de ser tratados con respeto y dignidad por el Estado.  En consecuencia, cuando un gobierno mata a un piquetero o un manifestante provinciano, los argentinos suelen reaccionar.  Reaccionan porque ven a las víctimas como sus pares.  Con nombres y apellidos.  Cuando mataron a los dos piqueteros en 2002, sus nombres–Darío Santillán y Maximiliano Kosteki– se conocían en todo el pais.  Se repetían una y otra vez en los medios y en la calle.

¿Cuáles son los nombres de los muertos de Espinar?  No aparecen en los medios.  Sin nombres y apellidos, los muertos de Espinar parecen más lejanos.  Menos humanos.  Sin saber sus nombres, es más fácil tratar a Rudecindo Puma y Walter Sencia como “sus” muertos, y no los muertos de todos los peruanos.   Una élite que no ve a la gente pobre y provinciana como sus pares, como plenos ciudadanos, estará más dispuesta a aceptar que “tendrán que haber muertos”.

Según Aldo Mariátegui, el Perú se encuentra en una encrucijada entre la civilización y el Tercer Mundo.  Puede ser.  En una sociedad civilizada, no se distingue entre “sus” muertos y “nuestros” muertos.   Y no hay ciudadanos cuyas vidas valen menos.  ¿Qué puede ser más tercermundista que creer que la gente pobre y provinciana es inferior, que es ignorante y fácil de manipular?  [Los gringos tenemos harta experiencia con esta enfermedad: el racismo minó nuestra democracia por dos siglos.]

Gobernar el Perú es difícil. En una democracia como la peruana, con Estado débil, núcleos duros de pobreza y una tremenda desigualdad, siempre van a haber conflictos sociales.  Y aunque se use todo el napalm que Aldo Mariátegui quiera, siempre van a haber activistas radicales, agitadores y oportunistas con intereses políticos.  También van a haber momentos de caos: paros, movilizaciones violentas, estallidos sociales.

¿Cómo responder sobre todo cuando el diálogo no funciona?  En una democracia de verdad, balear a los manifestantes no es una opción legítima.  La respuesta de muchos gobiernos democráticos incluye dos estrategias. Una es la paciencia. A veces la mejor respuesta es esperar un poco y dejar pasar la tormenta.   Eso significa tolerar cierto desorden social, algo que separa a los liberales de la derecha conservadora.  Los liberales se horrorizan ante la violencia estatal contra los ciudadanos y están dispuestos a tolerar cierto nivel de desorden para evitarlo; los conservadores se horrorizan ante el desorden social y están dispuestos a tolerar cierto nivel de violencia contra los ciudadanos para evitarlo.

La otra estrategia es la cooptación.  ¿Qué hicieron los gobiernos peronistas para desmovilizar a los piqueteros?  Los compraron, con recursos y puestos públicos.  La cooptación no una receta ideal. Pero es una respuesta política que permite gobernar en democracia.

No estamos en 1990.   No hay guerra en el Perú.  Ni siquiera hay crisis.  Los manifestantes en Cajamarca o en Espinar pueden ser radicales, antimineros y oportunistas. Pero no son terroristas. Y no constituyen ninguna amenaza al Estado o a la democracia. Protestar contra la minería no es subversión.  Es un derecho constitucional.  Podemos estar en desacuerdo con los objetivos de los manifestantes, pero si no defendemos su derecho a protestar, la democracia peligra.

Ninguna democracia peruana ha durado más de 12 años. Esta ya tiene 11.  Pero si el gobierno sigue sin distinguir entre la protesta y la subversión, si una parte de la élite sigue insistiendo en la necesidad de los muertos, y si los muertos siguen sin nombre, la democracia seguirá siendo precaria.

Steven Levitsky


Escrito por

saultorres

En la difícil búsqueda del sentido común.


Publicado en

agüita de anís

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